Hace años, cuando estudiaba arquitectura, escribí uno de mis primeros ensayos describiendo algo que quizás no suele aparecer en los planos ni en los cálculos estructurales: los olores, los sabores, las luces, los sonidos de la ciudad. Hablaba del aroma del pan recién horneado, del sabor del mazapán, del juego de las sombras y la luz cuando se camina bajo una hilera de palmeras, (o de hermosos chaguaramos, como me decía mi profesora Cristina Von der Heide), del ruido de las calles, de sentarse simplemente a observar lo que hacen las personas que pasan.
Recordar eso me lleva a la frase que solía repetirnos el arquitecto William Niño, uno de mis profesores: “Nunca pierdan la capacidad de asombro.” Él contaba cómo cada mañana, al amanecer, regaba las plantas de su balcón (en un edificio diseñado por Jimmy Alcock, montado en una colina con una vista generosa del verde valle de Caracas) y se maravillaba una y otra vez del olor de la tierra mojada, del silencio inusual antes de que la ciudad despertara, de la llegada tenue de la luz. Nada de eso era nuevo, pero siempre era distinto. Y siempre era asombroso.
Hace poco escuché a Gerry Garbulsky, director de TED en Español, hablar precisamente de eso: de cómo la sorpresa ocurre cuando algo no encaja del todo en los modelos mentales que tenemos del mundo. Por eso el admira a la gente que se sorprende: porque la capacidad de asombro mantiene viva la curiosidad, el deseo de explorar, la disposición a dejarse conmover. Y cómo, por el contrario, la gente que no se sorprende de nada termina por contagiarte un ánimo gris. Me pasa lo mismo.
En el mismo tono de mencionar a algunos de mis queridos profesores, recuerdo la sorpresa al ver las correcciones en marcador grueso y en muchos colores que nos hacía Caricatto, haber descubierto el Midsummer Night’s Dream de Shakespeare gracias a Hortensia Pérez para convertirlo en una escenografía para maquetería (en uno de mis primeros ejercicios de pensamiento lateral, sin saberlo), y a romper paradigmas de diseño y seguir atreviéndome a proponer lo distinto, lo increíble (y hasta lo gracioso) a veces, con mi estimado Salvador Santorsola. Aun hoy sigo intercambiando momentos de descubrimiento y sorpresa con ellos, desde la punta de mis dedos a través de lo digital.
Pienso entonces en la importancia de no volvernos inmunes a lo cotidiano. De no anestesiarnos. En detenernos a tomar ese café en la mañana camino al trabajo, en el momento a media mañana donde simplemente respiramos, en ver a tu perro correr tras un juguete, en redescubrir cada día la mirada de tu esposa (en mi caso) y maravillarte de nuevo con ella. En ponerte esa camisa de pana que tanto te gusta o esos lentes de sol azules, aunque hoy el sol no brille tanto. En preparar con cariño una comida para la familia o cortar un trozo de queso Palmizulia y comerlo de pie en la cocina, disfrutando la simpleza.
La capacidad de asombro no es solo un recurso estético, es casi un músculo vital que conviene ejercitar. Es lo que nos mantiene atentos a los detalles que hacen la vida digna de ser vivida. Es, tal vez, una forma cotidiana y silenciosa de gratitud.
Parafraseando a otros, a sorprenderse y a dar las gracias, así sea en defensa propia.